Atenea va con Diomedes y lo llena de rabia y coraje para pelear contra los troyanos.
Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y astucia para que brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, e hizo salir de su casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de bañarse en el Océano.
En un momento de confianza, Pándaro lastima a Diomedes con una saeta, pero Atenea llega y cura al Titida. La diosa le aconseja que no se meta a pelear con los dioses, a menos que sea Afrodita.
Eneas y Pándaro tratan de derrotar a Diomedes, pero este mata a Pándaro y hiere a Eneas. Afrodita, tratando de salvar a su hijo, es alcanzada por Diomedes, y este la lastima al recordar las palabras de Atenea.
Afrodita, humillada, se queja con su madre y con Zeus, pero ellos la reprenden y le recalcan que no debería meterse en asuntos de guerra.
A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los dulces trabajos del himeneo, y el impetuoso Ares y Atenea cuidarán de aquéllas.
Mientras tanto, Diomedes sigue tratando de asesinar a Eneas, pero Apolo lo protege e intimida al Titida para que desista.
¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la tierra.
El dios Ares y Héctor fortalecen los ánimos de los troyanos, y nuevamente hay una gran cantidad de muertos por ambos lados. Diomedes y los demás aqueos retroceden, así que Hera y Atenea bajan para ayudar.
¡Hijos del rey Príamo, alumno de Zeus! ¿Hasta cuándo dejaréis que el pueblo perezca a manos de los aqueos? ¿Acaso hasta que el enemigo llegue a las sólidas puertas de los muros?
Diomedes, con la ayuda de Atenea, logra herir a Ares. Este se queja con Zeus, quien le reclama por siempre querer luchar pero igual lo ayuda.
¡Inconstante! No te lamentes, sentado junto a mí, pues me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera a quien apenas puedo dominar con mis palabras.